lunes, 12 de febrero de 2007

Las causas de la In-Seguridad

No pasa día sin que la delincuencia se cobre, en alguna localidad del país, una nueva víctima. Se trata, a veces, de un delito resonante, previsto y organizado sobre la base de un dato de "inteligencia" criminal oportunamente obtenido; se trata, en otros casos, de algún asalto o arrebato ocasional, fruto de un eslabonamiento de hechos o datos más o menos casuales. Por supuesto, la delincuencia no es nunca hija del azar. Es siempre el producto de una correlación de omisiones, negligencias y fracasos extendidos en el cuerpo social y acumulados en el tiempo. En los últimos días, se perpetraron delitos que no dejan de sorprender por el escenario en el que fueron consumados. Una señora fue robada y agredida sexualmente en pleno centro porteño -en el tramo sur de la avenida 9 de Julio- por cuatro menores que se introdujeron repentinamente en su automóvil y convirtieron su viaje, durante quince minutos, en un verdadero infierno. La intervención policial y la movilización espontánea de un vecino permitieron detener a los agresores. El desenlace de ese vandálico episodio podría hacer nacer en la opinión pública cierta corriente de optimismo, pero es probable que nos lleve también a otra clase de consecuencias polémicas. Téngase en cuenta que en estos mismos días hemos sido informados de un asalto perpetrado por un menor que había sido detenido por la policía tan sólo dos semanas antes. ¿Cómo evitar o eludir la idea de que algo está funcionando mal en el ámbito de aplicación de la legislación penal juvenil? La semana última, una mujer y su nieto fueron atacados y golpeados salvajemente en su propia casa, en el barrio porteño de Agronomía. La mujer murió días después a consecuencia de los golpes. En José C. Paz, el dueño de un establecimiento metalúrgico, en uso del principio de la legítima defensa, dio muerte a uno de sus tres asaltantes, aunque no pudo evitar ser herido él mismo y hoy está en gravísimo estado. Entretanto, otro episodio agregó elementos preocupantes a la hora de examinar el viejo tema de los vecinos que se arman en defensa propia: un comerciante de Remedios de Escalada, al intentar repeler un asalto, dio muerte involuntariamente a una vecina, ajena por completo al delito que se estaba consumando. ¿Qué podría decirse, por otro lado, del caso del taxista de Cipolletti que resultó asesinado por un pasajero, días atrás, a raíz de una discrepancia sobre el precio del viaje? Este rápido repaso de sólo algunos de los hechos dolorosos o sombríos que se registraron en los últimos días debería servir para confirmarnos en la idea de que el gravísimo problema de la inseguridad remite a una pluralidad de causas y de conflictos y responde a un cúmulo de factores, casi todos ellos de extremada complejidad. A menudo se cae en la tentación de atribuir el auge de ciertas formas de delincuencia a una única razón desencadenante y se incurre en simplificaciones o reduccionismos analíticos, que no ayudan a examinar el tema con la seriedad necesaria. Se alude, por ejemplo, a la incidencia de los desequilibrios sociales como causas generadoras de un aumento de la delincuencia o se atribuye el crecimiento de la inseguridad a la completa ineficacia de las fuerzas policiales, a la excesiva lenidad de ciertos funcionarios judiciales, a errores en la legislación penal vigente e incluso a los brotes de corrupción advertibles en el escenario institucional de la República, tanto en el orden nacional como en la esfera provincial. También se señalan como datos inquietantes ciertos componentes culturales, como el auge de la violencia en sectores juveniles. Está claro que todos esos factores son reales y necesariamente deben ser considerados, pero ninguno de ellos podría ser señalado como único o excluyente a la hora de formular un diagnóstico creíble sobre la realidad social imperante en materia de delincuencia e inseguridad. Lo importante es atribuirles a todos ellos la gravedad que les corresponde y analizarlos con el máximo rigor, despolitizándolos y desideologizándolos, y tratando de establecer, además, de qué manera se relacionan e interactúan unos con otros. Entretanto, siempre será menester tomar conciencia de la necesidad de salvaguardar y defender el sistema de prevención general del delito, sobre el cual reposan, obviamente, los principios de la causalidad jurídica y de la seguridad social. Cuando insistimos, y lo hemos hecho permanentemente desde estas columnas, en que ningún acto delictivo o criminal debería quedar impune o "libre de castigo" no estamos alentando o exigiendo la mera aplicación de una sanción moral a quien ha quebrantado una norma o ha vulnerado los derechos de otras personas. La idea de "castigo" o "represalia" puede ser aceptada en algunos casos como una realidad emocional inevitable, pero no es de ningún modo la que nos mueve a reclamar que el Estado garantice la efectiva función sancionatoria del derecho penal. La razón que nos mueve a considerar absolutamente imprescindible la imposición de una pena a quien ha cometido un delito tiene que ver con la prevención como supremo valor social, es decir, con la necesidad de desalentar o disuadir las conductas futuras de quienes, eventualmente, podrían enfrentar las mismas circunstancias de quien ya delinquió y causar el mismo daño que él causó. La liberación de Emilio Quiroz ("Madonna"), el dirigente del gremio de los camioneros detenido por haber disparado con un arma de fuego durante los incidentes en el acto del traslado de los restos del ex presidente Juan Perón a San Vicente, y de Hugo Sosa Aguirre, alias "La Garza", el integrante de la banda del "Gordo Valor", condenado a reclusión perpetua por el homicidio de dos custodios de un camión de caudales -sumada a otra condena por el crimen de un sargento de la policía bonaerense-, son dos ejemplos lamentables de la impunidad que reina en nuestro país, que en nada contribuyen a aquel propósito. Alguna vez dijimos, y hoy lo reiteramos, que quien está purgando sus culpas en una cárcel no es tanto un individuo "condenado por su pasado", sino alguien que está cumpliendo un servicio social en proyección hacia la sociedad del futuro: su prisión servirá para impedir que otros individuos similares a él se sientan tentados de transitar su mismo camino. Esta clase de reflexiones, como alguna vez se dijo, podrían llevar incluso a descubrir cierta vinculación subyacente, estratégica y hasta solidaria, entre quienes equivocaron su camino en el pasado y quienes estarían en riesgo de repetir su error en un hipotético futuro. Pero no avancemos en ese campo, propio del pensamiento penal y jurídico, en el que sin duda habrá espacio para la polémica y el disenso. La reciente decisión del gobierno nacional de movilizar a la Gendarmería Nacional para reforzar la seguridad en las calles constituye, por cierto, un buen paso hacia el fortalecimiento de las condiciones que permitirán neutralizar los avances de la delincuencia. Bienvenidas esas medidas, que deberán integrarse con las muchas otras destinadas a combatir el delito y a garantizar la seguridad de la población. La realidad social no será nunca modificada en función de un análisis simplificado y esquemático -o, peor aún, politizado e ideologizado- de la compleja interrelación de las conductas humanas. Una política transformadora en ese campo sólo será eficiente y duradera si ha sido instrumentada a partir de un análisis maduro y no unilateral ni tendencioso del fenómeno de la delincuencia y de sus múltiples causas culturales y sociales. Tengámoslo en cuenta a la hora de definir las estrategias tendientes a garantizar la seguridad general y el orden público, valores supremos de toda sociedad.

Editorial La Nación

viernes, 2 de febrero de 2007

La idea de justicia

Publicamos un fragmento de la conferencia que dictó Alain Badiou en su visita a Rosario en 2004. Ésta forma parte del libro “Justicia, literatura y filosofía”, que será publicado en marzo.
Podemos comenzar, a propósito de la justicia, diciendo lo siguiente: la justicia es oscura; la injusticia, por el contrario, es clara. El problema es que nosotros sabemos qué es la injusticia, pero es mucho más difícil hablar de lo que es la justicia. ¿Y por qué esto es así? Porque hay un testigo de la injusticia, que es la víctima –la víctima puede decir: "Aquí hay una injusticia"– pero no hay testimonio de la justicia, nadie puede decir: "Yo soy el justo".

Existe entonces una asimetría entre la víctima de la injusticia y la idea de justicia.

Evidentemente es posible procurar una solución simple: puesto que la injusticia es clara, podemos decir que la justicia es la negación de la injusticia. Esa es una definición posible de la justicia, una definición enteramente negativa: hay justicia cuando no hay injusticia. Un mundo justo sería aquél donde no habría víctimas. Por esta razón podemos considerar a esta concepción como una "ética de la víctima": toda idea de la justicia se construye a partir de la existencia de la víctima. Siendo así, se concluye que el bien no es otra cosa que la negación del mal.

Eso es lo que W. Churchill decía a propósito de la democracia. Churchill decía que la democracia no es el bien absoluto pero es lo menos malo, en otras palabras, el mal menor. La justicia política, en este caso, tendría una definición negativa. Este es exactamente el problema que yo querría discutir con ustedes esta noche: ¿podemos realmente decir que la justicia es sólo la negación de la injusticia?, ¿podemos construirnos una idea de justicia, únicamente a partir del terrible espectáculo de las víctimas?

Para discutir esta cuestión querría comenzar por algunos comentarios. El primero, podría ser que esta concepción negativa de la justicia ha sido criticada por toda una tradición filosófica. Por ejemplo, en la filosofía de Platón hay una concepción absolutamente positiva de la justicia. La idea del bien es la idea suprema, el bien es la afirmación del ser y el mal su negación; en otras palabras, el mal es el no-ser. Por lo tanto tenemos todo un pensamiento filosófico para el cual la justicia se expresa como un pensamiento positivo, un pensamiento afirmativo, un pensamiento creador.

El segundo comentario se refiere al problema de la víctima. En este caso, se trataría de saber quién define a la víctima, porque la víctima debe ser designada, debe ser mostrada. Al respecto se nos plantea siempre una cuestión: ¿quién es la verdadera víctima? Tomemos un ejemplo de la actualidad: ante un atentado terrorista los diarios y los medios de comunicación hablan de víctimas, y digamos que tienen razón. Pero cuando las personas mueren en un bombardeo no son exactamente del mismo modo víctimas, más bien serían de algún modo desechos más que víctimas. Vemos, al fin de cuentas, que cuando un occidental resulta muerto se lo considera como a una víctima, pero cuando se trata de un africano o de un palestino es un poco menos víctima.

Constatamos entonces que hay víctimas y víctimas, hay vidas más preciosas que otras y ustedes ven que esto es una cuestión de justicia. La pregunta que se impone entonces es: ¿quién es la víctima?, ¿quién es considerado víctima? Estamos obligados a admitir que la idea de víctima supone una visión política de la situación; en otras palabras, es desde el interior de una política que se decide quién es verdaderamente la víctima. En toda la historia del mundo, políticas diferentes tuvieron víctimas diferentes, por lo tanto, no podemos partir únicamente de la idea de víctima, porque víctima es un término variable.

(...) Queda una última observación: se refiere a la víctima en tanto se nos revela por el espectáculo del sufrimiento. Aquí la injusticia es un cuerpo sufriente visible; la injusticia es el espectáculo de las personas sometidas a suplicios, hambrientas, heridas, torturadas. Es cierto que en la gran fuerza del espectáculo hay un sentimiento de piedad. Pero si la víctima es el espectáculo del sufrimiento, debemos concluir que la justicia es solamente la cuestión del cuerpo, la cuestión del cuerpo sufriente, la cuestión de la herida a la vida. Nuestra época transforma cada vez más el sufrimiento en espectáculo (...) En suma, el hombre se encuentra reducido a ese cuerpo visible y se convierte en un cuerpo espectáculo.

Ahora bien, ¿Podemos fundar una idea de justicia a partir de ese cuerpo espectáculo? Yo creo que hay que responder negativamente. Ciertamente la piedad es un sentimiento importante, pero no podemos ir directamente de la piedad a la justicia, porque para ir a la justicia se hace necesario algo más que el cuerpo sufriente, se hace necesaria una definición de la humanidad más amplia que la de la mera víctima. En otras palabras, es necesario que la víctima sea testimonio de algo más que de sí misma. Sin duda, también es necesario el cuerpo, pero un cuerpo creador: un cuerpo que porte la idea, un cuerpo que sea también el cuerpo del pensamiento. Temo que nuestra época propone, cada vez más, un cuerpo sin ideas: una identificación del hombre con su cuerpo.

(...) Yo me pregunto, por lo tanto, si a través de la definición del cuerpo del sufrimiento, a través de la figura de la víctima como único soporte de la idea de justicia, no estamos en camino de crear una nueva esclavitud, que yo llamaré la esclavitud moderna. La esclavitud moderna consiste en reducir el cuerpo a un cuerpo consumidor o a un cuerpo sufriente. De un lado, el cuerpo rico que consume, y, del otro, el cuerpo pobre que sufre, un cuerpo separado de sus ideas, separado de todo proyecto universal, separado de todo principio.

Llamaré entonces justicia a toda tentativa de luchar contra la esclavitud moderna, lo que significa luchar por otra concepción del ser humano. Naturalmente esta tentativa es política, ella no es directamente filosófica, pero la filosofía va a llamar justicia a una política real que luche contra la esclavitud moderna. Esta lucha es afirmativa ya que esa política propone otra visión del hombre, propone volver a ligar el cuerpo de la humanidad al proyecto y a la idea.

Esa política será justa para la filosofía si ella afirma dos cosas, en primer lugar, que el cuerpo no debe ser separado de la idea, aun en el caso de las víctimas; en segundo lugar, que ninguna víctima debe ser reducida a su sufrimiento, pues en la víctima es la humanidad entera la que está golpeada.

Ese principio es un principio del cuerpo mismo, y en ese sentido podemos considerarlo un principio materialista: el cuerpo humano que se propone un pensamiento posible. Esta es la primera afirmación.

Y, la segunda afirmación, será la afirmación de la igualdad de todos; la igualdad de todos precisamente como cuerpo ligado a la idea. Insisto sobre un punto, que es también una idea de un filósofo amigo, Jacques Rancière: la igualdad no es un objetivo ni un programa, es un principio o una afirmación, no se trata de querer que los hombres sean iguales, se trata de declarar que los hombre son iguales y sacar la consecuencias de ese principio.